El país que se apaga de a poco

El silencio de una fábrica cerrada es distinto a cualquier otro. No es solo el sonido de máquinas apagadas. Es el eco de voces que ya no están, de obreros que perdieron su lugar, de historias truncas. Es también la señal de un entramado productivo que se resquebraja.

En los últimos seis meses, el mapa industrial argentino se tiñó de malas noticias: cierres definitivos, suspensiones masivas, atrasos en el pago de salarios y despidos que se multiplican. Cada cifra esconde un drama humano: familias sin ingresos, comunidades enteras que pierden su principal fuente de empleo, ciudades que ven cómo se derrumba su identidad.

El INDEC confirmó que la tasa de desocupación nacional alcanzó el 7,9% en el primer trimestre de 2025, con un salto respecto del cierre de 2024. En la Provincia de Buenos Aires, el corazón industrial del país, la cifra fue aún peor: 9,3%, lo que equivale a más de 600 mil desocupados en el Gran Buenos Aires.

Los números duros son apenas la superficie. Detrás hay una cadena de fábricas que cierran y empresas que, probablemente, nunca vuelvan a abrir.

La postal del cierre de fábricas que marcaron la vida de generaciones enteras

La provincia más poblada y más industrializada es la que más sufre.

  • Pilar: en el Parque Industrial, Kimberly-Clark bajó la persiana de su planta tras 30 años. Más de 200 trabajadores quedaron en la calle. La empresa mudó operaciones a San Luis, dejando a una comunidad devastada. También en Pilar, Kenvue (ex Johnson & Johnson) cesanteó a 130 empleados y decidió importar desde Brasil y Colombia. Apenas 30 trabajadores conservaron su puesto.
  • Avellaneda: la histórica gráfica Morvillo, proveedora de etiquetas, cerró y quebró. Sus 234 empleados ocuparon la planta y cortaron el Puente Pueyrredón en protesta. Muchos trabajaron allí toda su vida. Hoy son “cuidadores” de una fábrica vacía.
  • Olavarría y Campana: Cerro Negro, productora de cerámicos, pidió un Procedimiento Preventivo de Crisis y suspendió a más de 150 operarios por 60 días. La obra pública paralizada y la caída de la construcción privada dejaron al sector sin oxígeno.
  • Bragado: la siderúrgica Acerbrag suspendió la producción por tiempo indeterminado. Sus 600 trabajadores viven en la incertidumbre.
  • Mar del Plata: la emblemática Eskabe, fabricante de calefactores, arrastra atrasos salariales, retiros voluntarios y despidos. En la ciudad, donde el desempleo siempre es alto, cada puesto perdido duele el doble.
  • Llavallol (Conurbano Sur): dos íconos industriales se apagaron. Dánica cerró su planta y Bridgestone redujo su dotación con despidos y suspensiones.
  • San Nicolás y Ramallo: Ternium Siderar, pilar de la siderurgia, enfrenta un conflicto con 50 contratistas. Se estima que 2.000 trabajadores ven peligrar su sustento.

Trabajadores reclaman incorporaciones en Pilar 

En Villa Constitución, la acería Acindar (ArcelorMittal) paralizó el 85% de su planta y suspendió a 500–600 empleados. El parate de la construcción y el ingreso de importaciones fueron letales. Los trabajadores reciben un porcentaje de su sueldo, pero la angustia de no saber si volverán a las líneas de producción es insoportable.

En San Luis, la multinacional Avery Dennison cerró tras 25 años. Sus 40 trabajadores quedaron sin empleo. En contraste, la planta de Kimberly-Clark en la provincia recibió la producción que dejó Pilar. Una mudanza de empleos que desnuda la fragilidad de la industria nacional: lo que se abre en un lado, se destruye en otro.

En el norte, la textil Coteca (TN Platex) suspendió a 80–90 operarios durante un mes con rebaja salarial. La caída del consumo textil es brutal y pone en riesgo a miles de empleos de economías regionales.

No solo se trata de despidos. Miles de trabajadores enfrentan atrasos en el pago de salarios y aguinaldos. En Eskabe, los sueldos llegan tarde y en cuotas. En decenas de pymes de la construcción y la metalurgia, los obreros cobran “cuando se puede”. La incertidumbre se convierte en rutina.

Cada número de esta crisis esconde una historia. El obrero de Olavarría que ya no sabe cómo pagará la escuela de sus hijos. La trabajadora de Morvillo que, después de 20 años, se encontró de golpe sin salario ni obra social. El operario de Acindar que llora al pensar que nunca más volverá a entrar a su planta.

Son miles de familias que no duermen. Que hacen cuentas imposibles para llegar a fin de mes. Que sienten que la fábrica que se apagó era más que un lugar de trabajo: era identidad, orgullo, pertenencia.

La historia argentina muestra que muchas veces una fábrica que cierra no vuelve a levantarse. La gráfica Morvillo difícilmente recupere su producción. Dánica ya no volverá a Llavallol. Avery Dennison no regresará a San Luis.

El daño no es solo económico. Es social y cultural. Es perder el tejido productivo que da vida a barrios enteros. Son pequeños comercios que se quedan sin clientes. Son ciudades que se vuelven más pobres y más desiguales.

La pregunta que queda flotando es: ¿qué pasará con esas familias y con esas comunidades?

¿Podrán reconvertirse miles de trabajadores en un mercado que no ofrece alternativas? ¿Qué hará un país que pierde su industria mientras crecen las importaciones? ¿Qué horizonte hay para los jóvenes que ven cerrar las fábricas de sus padres?

El presente es de angustia. El futuro, incierto. Lo único seguro es que cada cierre no es un hecho aislado: es un golpe más a un país que parece resignarse a vivir con menos producción, menos empleo y más desigualdad.