15/07/2024
En el remoto enclave de Napalpí, entre los pueblos de Machagai y Quitilipi, a 120 kilómetros de Resistencia, se erige un trágico monumento a la opresión y el olvido. Fue aquí, en julio de 1924, donde la tragedia abrazó a las comunidades qom y mocoví junto a cosecheros criollos, en una lucha desesperada por justicia y dignidad.
El conflicto estalló por las condiciones esclavizantes impuestas en la Reducción Indígena de Napalpí, donde los nativos y criollos eran forzados a trabajar en condiciones infrahumanas para abastecer la voraz demanda de algodón de las industrias extranjeras. La protesta de los trabajadores, que exigían mejores tratos y el pago por su labor, encontró una férrea oposición por parte de las autoridades locales.
El gobernador Fernando Centeno, presionado por los intereses de los colonos y temeroso de perder la cosecha, prohibió a los manifestantes abandonar la región. Ante la persistencia de la huelga, ordenó una brutal represión que dejó un saldo trágico y duradero en la memoria colectiva: casi un millar de vidas perdidas, principalmente de población indígena.
Este episodio, conocido como la Masacre de Napalpí, ha dejado un legado de dolor y desolación que aún perdura. Durante décadas, la historia oficial tergiversó los hechos, catalogándolos como meros incidentes contra malones, mientras las familias locales susurraban la verdadera magnitud del horror, oculto bajo el manto del olvido y la indiferencia.
En el contexto de una Argentina que se presentaba al mundo como una potencia emergente, bajo la presidencia de Marcelo Torcuato Alvear, Napalpí representó la cruda realidad detrás del discurso de prosperidad. Mientras una minoría disfrutaba de la riqueza, la mayoría de la población languidecía en la miseria y el abuso.
Melitona Enrique, una de las pocas sobrevivientes y testigo de excepción de la masacre, llevó consigo durante años el peso del recuerdo y la injusticia. Su valiente testimonio, compartido décadas después en su rancho de El Aguará, ayudó a desenterrar la verdad oculta detrás de las versiones oficiales. Su voz finalmente resonó, desafiando el silencio impuesto y revelando la magnitud de la tragedia que había marcado su vida y la de su pueblo.
A pesar de los esfuerzos por mantener vivo su legado, las comunidades indígenas de Napalpí y sus herederos continúan enfrentando desafíos monumentales. Marginados, invisibles y en franco proceso de extinción, luchan por preservar su identidad y dignidad en un mundo que parece haber olvidado sus sacrificios.
La Masacre de Napalpí no solo fue un acto de violencia desmedida, sino también un símbolo de las injusticias históricas perpetradas contra los pueblos originarios en América del Sur. A medida que el tiempo avanza, es crucial recordar estos eventos para asegurar que las generaciones futuras no solo conozcan la verdad, sino que aprendan de ella para construir un futuro más justo y equitativo para todos.
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