09/05/2025
Una vendedora en Haití envenenó a 40 pandilleros con empanadas. Lo hizo sola. Sin permiso. Y cambió el juego. En un país sin ley, su gesto reaviva la pregunta incómoda: ¿hasta dónde puede llegar una ciudadana abandonada por el Estado?
Por
Melina Schweizer
Una sartén, un poco de masa, una olla herrumbrada, veneno y una decisión que rompía siglos de resignación. Eso fue todo. En Kenscoff, un poblado encajonado entre montañas y desesperanza al sureste de Puerto Príncipe, una mujer sin nombre -porque ya no hay nombres cuando la muerte ronda- preparó su venganza con la misma paciencia con la que había resistido durante años.
En Haití, las empanadas se llaman paté. A cada una, la mujer le puso un relleno letal. Cada bocado fue una respuesta al miedo, los golpes, la extorsión y la amenaza diaria de no despertar. Lo hizo en silencio, con el pulso firme de quien ya no tiene nada que perder. En un país donde los cementerios crecen más que los hospitales, la muerte es rutina. Pero esta vez fue ella quien la sirvió en bandeja: cuando el Estado desaparece, la justicia se cocina a mano.
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Madame Paté -así la bautizó el pueblo- había sido extorsionada, golpeada, humillada por una célula de la pandilla Viv Ansanm. Los mismos que desfilan con AK-47 por el mercado como si fueran ministros. Los que violan, secuestran y cobran por existir. Hasta que un día dijo basta. Preparó los paté envenenados y se los ofreció a quienes la despojaban de todo. Uno por uno cayeron: convulsiones, vómitos, gritos. Cuarenta cuerpos tendidos en el suelo de Haití, y un acto que alteró el equilibrio del miedo.
Haití: anatomía de un Estado desaparecido, donde las pandillas reparten justicia y el gobierno huye del sol
Para entender a Madame Paté hay que entender Haití. No con estadísticas, sino con el cuerpo. El país lleva décadas descendiendo por un tobogán sin fin. Desde la caída de los Duvalier y la desmilitarización en los noventa, miles de ex soldados pasaron a engrosar el crimen. Las pandillas fueron primero mano de obra política, luego Estado paralelo.
El hecho tuvo lugar en el poblado de Kenscoff, Haití.
Grupos como G-9 y Viv Ansanm no solo controlan calles: también gobiernan mercados, escuelas, hospitales. Cobran impuestos, dictan horarios, ejecutan castigos. El asesinato del presidente Jovenel Moïse en 2021 terminó de vaciar toda autoridad. El gobierno no gobierna. La policía no patrulla. Y la ONU estima que el 85% de Puerto Príncipe está bajo control criminal.
La gente sobrevive. A veces con ayuda internacional. A veces sola. Y cuando la institucionalidad se retira, emergen fenómenos como Bwa Kale: justicia vecinal, linchamientos, piras en medio de la calle. Madame Paté no es una excepción: es consecuencia. En Haití, muchas veces, sobrevivir implica matar primero.
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Un país sitiado desde adentro: más de 200 pandillas y un Estado en ruinas
Haití no se quebró en 2021: lo vinieron vaciando a fuego lento durante décadas. Lo descascararon con misiones humanitarias que llegaron con promesas y se fueron con contratos, con presidentes que hablaban en nombre del pueblo mientras firmaban su entrega, con ONGs que pesaban más por sus viáticos que por sus resultados, con gobiernos extranjeros que se sacaban fotos con niños desnutridos y volvían a sus cumbres satisfechos. Haití no es pobre: lo empobrecieron. Lo saquearon, lo fragmentaron, lo convirtieron en laboratorio de la miseria planificada. Tiene recursos, tiene historia, tiene dignidad. Pero lo administraron como botín. Como un trozo de tierra sin dolientes.
Y cuando el Estado ya era solo una sombra en el retrovisor de su propia ruina, llegó la ejecución de Jovenel Moïse. Acribillado en su casa, entre paramilitares y funcionarios que miraron hacia otro lado. Fue la gota que no sólo derramó el vaso: lo volcó sobre la tierra quemada. Desde entonces no hay presidente, no hay Congreso, no hay elecciones, no hay nada. Solo quedan cenizas institucionales, trincheras en las barriadas, rutas cerradas con fusiles, hospitales vacíos como mausoleos y un pueblo que se resiste a morir del todo.
Entonces apareció el Consejo Presidencial de Transición. Otra cáscara vacía disfrazada de novedad. Nueve hombres se reparten un gobierno que no gobierna, apadrinados por la CARICOM y vigilados desde lejos por quienes han hecho de la diplomacia una forma elegante de la omisión. Cambian de primer ministro como quien cambia un filtro quemado: primero fue Garry Conille, después Alix Didier Fils-Aimé, mañana será otro. Se rotan la presidencia entre Edgard Leblanc, Fritz Jean, Leslie Voltaire, como si bastara mover las sillas para enderezar la mesa. Anunciaron elecciones para 2025, pero no pueden garantizar ni la luz en una escuela ni la vida de un niño en la calle. Mientras tanto, las pandillas siguen armadas, el hambre sigue escalando y la población -esa que no tiene helicópteros ni escoltas- sigue huyendo a pie. Porque en Haití, el poder no se ejerce: se trafica.
Coaliciones como G9 an Fanmi e Alye, liderada por el expolicía Jimmy "Barbecue" Chérizier, o G-Pèp y la recientemente designada Viv Ansanm, no son bandas marginales. Son estructuras armadas con jerarquía, recursos económicos, control territorial y alianzas transnacionales. Administran impuestos informales, definen precios, infiltran campañas. En algunas zonas, deciden qué niños estudian, qué adultos mueren, y a qué hora puede salir una mujer al mercado. En barrios de Puerto Príncipe, la policía ni siquiera intenta entrar. No por temor, sino porque ya no existe autoridad que la envíe.
Mientras el Estado se desmorona como una casa sin cimientos, las pandillas imponen un orden brutal, hecho de extorsión, violación, secuestro y masacre. La justicia no llega. Las ambulancias tampoco. Los jueces no existen. La soberanía ha sido reemplazada por una administración criminal de la miseria. Haití no está invadido por fuerzas extranjeras: está sitiado por su propio derrumbe. Y quienes resisten, lo hacen solos, sin ley que los proteja ni gobierno que los escuche. El Estado no cayó: se evaporó. En su lugar quedó el terror.
Una masacre invisible: más de 1.600 muertos y 1,2 millones de desplazados en lo que va del año
Las cifras en Haití dejaron de conmover porque hace tiempo dejaron de parecer creíbles. Pero lo son. Entre enero y marzo de 2025, 1.617 personas fueron asesinadas por grupos armados, y otras 580 resultaron heridas. Son números de guerra, aunque el país no declare ninguna. Es una guerra sin frente, sin nombre, sin pausas. En las calles de Cité Soleil, Carrefour-Feuilles o Delmas, ya no se pregunta quién murió, sino cuántos. Las morgues no dan abasto. Los hospitales, vacíos o ocupados por criminales, son trampas mortales. Los muertos no se documentan, se esquivan.
El dolor no se limita al cementerio. También se vive en la intemperie. Más de 1,2 millones de haitianos han sido desplazados internamente hasta mayo de 2025. No por huracanes, no por terremotos, sino por bandas armadas que golpean la puerta y exigen: "tenés diez minutos para irte o morís". Las familias huyen sin ropa, sin destino, sin certezas. Acampan en plazas públicas, escuelas clausuradas, iglesias sin misa. Sobreviven en los márgenes de la dignidad. Las carpas se vuelan con el viento. La vida, también.
La prensa internacional apenas logra narrarlo. Las cámaras miran hacia Gaza, hacia Ucrania, hacia las guerras declaradas. Haití arde en silencio. Y quienes sobreviven a las balas, lo hacen sin saber para qué. Porque estar vivo en Haití no es garantía de nada. Es apenas un acto de resistencia corporal.
Fuerzas que no alcanzan: misiones militares internacionales atrapadas en su propio laberinto.
Hambre sin tregua, salud sin acceso: la otra cara del colapso humanitario
Mientras las balas dominan las noticias, el hambre consume en silencio. Más de 4,9 millones de haitianos -casi la mitad del país- padecen inseguridad alimentaria aguda. No hay distribución regular de alimentos, los caminos están tomados y los mercados, extorsionados. En los barrios más vulnerables, hay días en que una sola comida es un lujo y el agua potable, una leyenda. Los niños crecen con el estómago vacío y los cuerpos, cuando crecen, lo hacen frágiles, anémicos, vulnerables a todo.
La salud, en Haití, es otra forma de exclusión. El 60% de los hospitales públicos no funciona. Los que resisten, lo hacen sin insumos, sin personal, sin ambulancias. En muchos casos, las mujeres paren en el suelo o mueren en el intento. Las enfermedades prevenibles -cólera, dengue, tuberculosis- se cobran vidas que el Estado ni siquiera registra. Las brigadas médicas internacionales entran con dificultad, escoltadas o disfrazadas. Porque en Haití, incluso curar es una forma de resistencia. Y sobrevivir, un acto de rebeldía física.
Desde 2022, Haití ha recibido promesas de ayuda militar internacional. Se habló de una coalición de apoyo liderada por Kenia, financiada en parte por Estados Unidos y respaldada por Naciones Unidas. Se habló de entrenamiento, patrullaje, contención. Se habló. Pero la realidad es otra: la misión no ha logrado restaurar el orden ni recuperar el control de las zonas tomadas por las pandillas. Las tropas kenianas, las pocas que llegaron hasta ahora, patrullan perímetros limitados y enfrentan condiciones de operación precarias, sin conocimiento del terreno y con escaso respaldo logístico.
Mientras tanto, las bandas armadas siguen ampliando su poder. Ni la MINUSTAH de años atrás ni esta nueva fuerza han podido romper la lógica del terror territorial. Cada intervención militar extranjera ha sido recibida con escepticismo por una población que ya vio demasiados uniformes marcharse dejando todo igual o peor. El Estado haitiano, sin legitimidad ni músculo, observa desde el borde. Y las promesas internacionales, aunque bien intencionadas, se hunden en el mismo barro que cubre las carpas de los desplazados.
Cuando la justicia se esfuma, el pueblo toma el machete: linchamientos, empanadas y rabia
La primera chispa estalló en abril de 2023. Una turba linchó y quemó vivos a trece presuntos pandilleros en el centro de Puerto Príncipe. Así nació Bwa Kale, una justicia popular que no pide permiso ni pruebas. En un mes, más de 160 personas fueron ejecutadas por multitudes. En menos de seis, los asesinatos superan los 350. No hubo juicio. Solo desesperación. Machetes. Y neumáticos ardiendo como sentencia.
El Estado, reducido a cenizas, apenas reaccionó con un comunicado. Pero en privado, muchos policías aplaudieron. Algunos incluso entregaron detenidos a la multitud. Sabían que no había celdas, ni jueces, ni después. Solo furia. Y esa furia se volvió ritual.
Un año después, el machete se transformó en veneno. Una mujer, harta de ser extorsionada por la pandilla Viv Ansanm, cocinó su rabia. Empanadas cargadas con pesticida. Cuarenta hombres murieron. El miedo cambió de bando, por un rato. Ella se entregó. Enfrenta cadena perpetua. Pero ya no es una anónima. Es un nombre que no se dice, pero que todos murmuran.
No es solo violencia. Es un grito. Un grito sin cámara, sin protocolo, sin resguardo. Cuando la justicia se esfuma, queda el cuerpo. El propio. El ajeno. El cuerpo como única barricada. En Haití, donde el crimen es costumbre y el Estado un fantasma, el pueblo actúa por instinto. El instinto de no morir. A veces, eso implica matar.
Pero el dilema persiste: ¿qué hacer con Madame Paté? Si la justicia la condena, castiga a quien enfrentó a los verdugos. Si la absuelve, legitima la venganza como forma de ley. Si la ignora, perpetúa el abandono. Su juicio -si llega a ocurrir- será un espejo brutal de la hipocresía institucional.
Porque ella no actuó por locura, ni por heroísmo. Actuó por hartazgo. Con método. Con claridad. Con soledad. Y con algo más: con la certeza de que nadie iba a defenderla. Ni el Estado. Ni los cascos azules. Ni los discursos internacionales. Nadie.
Por eso su historia incómoda. Porque no encaja en ninguna categoría aceptable. Porque obliga a mirar de frente lo que el mundo ha permitido que suceda. Porque desnuda el precio de la indiferencia global. Y porque, en un país donde cocinar puede ser un acto de resistencia, Madame Paté ya no es solo una mujer: es un síntoma. Un síntoma feroz de lo que ocurre cuando la justicia llega tarde, o no llega nunca.
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