Más barato que la cultura: el silencio
La motosierra de Milei no solo corta gastos: corta memoria. Despidos, cierres y recortes a museos e institutos históricos buscan imponer un silencio que sale más barato que la cultura, pero mucho más caro para la dignidad de un pueblo.
Lo barato sale caro, dicen, pero hay algo que sale más barato todavía: el silencio. Y eso lo aprendieron bien quienes gobiernan, aquí y en la región, creyendo que con apagar un museo se apaga la memoria, y que con despedir un director se fusila la historia.
El 1 de julio de 2025, en Argentina, el gobierno de Javier Milei despidió a Gabriel Di Meglio, director del Museo Histórico Nacional. Lo echaron por hacer lo que se espera de un historiador: hablar. Decir que el museo no tenía presupuesto ni para las luces de las vitrinas. Oponerse a la entrega del sable de San Martín para la foto de un presidente disfrazado de granadero honorífico. Defender la dignidad de un espacio público que no quiere ser un depósito de bronces sino un territorio de preguntas.
No es un despido aislado: es parte de una ofensiva contra la cultura. Cerraron el Museo del Traje. Corrieron a las directoras de la Casa Histórica de Tucumán y del Acuerdo de San Nicolás. Prometieron concursos que nunca llegaron, mientras recortan todo lo que huela a memoria.
Más de 3500 firmas de historiadores, docentes, intelectuales y estudiantes —Sabato, Hora, Adamovsky, Perochena, Ravignani, Asaih— denunciaron el atropello. Porque este despido es una advertencia: la historia molesta, la cultura incomoda, la memoria estorba.
Y no es solo Argentina. En México, el INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia) enfrenta recortes de hasta el 45 % de su presupuesto, obligando al cierre de museos, despidos de personal técnico y deterioro de piezas patrimoniales en el silencio polvoriento de las salas. Las autoridades, con la misma sonrisa hueca de quienes firman decretos de ajuste, hablan de “reordenamiento” mientras convierten la cultura en un gasto descartable.
En Brasil, con el ajuste post-pandemia y la ofensiva neoliberal, el recorte al Ministerio de Cultura redujo su influencia a nivel federal, cerrando programas de fomento cultural y dejando al borde del abandono a bibliotecas populares y museos regionales, bajo el argumento de “achicar el Estado”. En Colombia, las tensiones presupuestarias afectaron la preservación de archivos de memoria y de museos históricos, como el Nacional y el Colonial, mientras se desmantelan equipos de investigación.
La región se pliega a un nuevo pacto de silencio: cultura barata, o mejor aún, ninguna.
La motosierra contra la historia
La motosierra no pide permiso cuando corta. Pasa, arrasa y después sonríe en cadena nacional, prometiendo “libertad”. Pero hay cortes que no se ven, que no hacen ruido de madera rota ni olor a nafta, pero que huelen a papel quemado, a vitrinas polvorientas, a puertas de museos que no se abren. Son cortes que van directo a las arterias de la cultura, y cuando la cultura se desangra, nadie aplaude.
El gobierno de Javier Milei transformó la motosierra en una herramienta para disciplinar la memoria. Los decretos 345 y 346 de 2025 fueron el machetazo institucional: disolvieron institutos históricos como el Browniano, el Belgraniano y el Newberiano, reduciéndolos a “unidades organizativas” sin autonomía. Tecnópolis, el CCK, el Museo Nacional de Bellas Artes: degradados, absorbidos, callados.
Y no es casual. Porque un país sin cultura es más fácil de gobernar. Un país sin museos es un país sin preguntas. Un país sin memoria es un país sin futuro, y un pueblo sin futuro es un pueblo dócil.
El ajuste ideológico disfrazado de eficiencia
¿De qué sirve un Museo Histórico Nacional lleno de niñas con guardapolvo preguntando por San Martín si pueden exhibir el sable en un acto de gala para selfies presidenciales? ¿Para qué sostener vitrinas encendidas si los relatos que guardan pueden incomodar? ¿Para qué pagar salarios a trabajadores de la memoria si su trabajo consiste en recordar que hubo desaparecidos, dictaduras, genocidios, resistencia y dignidad?
El ajuste de Milei en cultura no es un recorte administrativo: es un recorte ideológico. No se trata de ahorrar pesos, sino de quitar de circulación las preguntas peligrosas.
Cuando la Secretaría de Derechos Humanos se degrada a subsecretaría, cuando se despiden 400 trabajadores de archivos y sitios de memoria, cuando se paralizan investigaciones y bancos de datos genéticos, no se está ahorrando: se está censurando. Se está condenando al silencio a las Abuelas que siguen buscando nietos. Se está despidiendo a quienes sostienen los juicios por delitos de lesa humanidad. Se están dejando morir las historias que construyen la dignidad de un país.
Cortar cultura es barato. Pero el silencio sale caro.
Cuando se apagan las luces de los museos, se encienden las sombras de la ignorancia. Cuando se congelan los presupuestos de la cultura, se descongelan los peores fantasmas. Porque el vacío cultural no se llena con discursos de libertad de mercado. Se llena con resentimiento, con violencia, con olvido.
Argentina no está sola en este experimento de motosierra cultural: México, Brasil y Colombia viven recortes que cierran museos y debilitan archivos, disfrazados de “eficiencia”. Es una estrategia regional: disciplinar, recortar, callar.
La historia como barricada
Pero la historia, la verdadera, no pide permiso para hablar. Se cuela en las esquinas, en las bibliotecas populares, en los murales que sobreviven, en las escuelas que se caen a pedazos pero donde un docente cuenta que San Martín murió en el exilio y no en un afiche escolar, que Rodolfo Walsh escribió hasta el último segundo, que hubo Madres y Abuelas que se negaron a olvidar.
La historia, aunque la motosierra avance, no se calla. No se rinde.
Porque la motosierra puede cortar un árbol, puede cerrar un museo, puede despedir a un director. Pero no puede despedir la memoria de un pueblo que se resiste a ser ignorante.
Lo que está en juego
No es solo el futuro de un museo ni el cargo de un director. Es el derecho de un pueblo a saber quién es, de dónde viene y por qué no acepta el silencio.
Podrán gritar “¡Viva la libertad, carajo!” mientras cierran salas y despiden a quienes cuidan nuestra memoria, pero la cultura sigue ahí, incómoda, persistente, esperando, latiendo.
Porque cada vez que un museo se apaga, la historia enciende otra luz en algún lugar. Porque la memoria no se rinde, ni con decretos, ni con motosierra.