A veces da la sensación de que el poder se olvida de un detalle: que el feminismo no es una oficina, ni un presupuesto, ni una sigla fácil de tachar. Es un entramado vivo, múltiple, indócil. Una conversación que nunca terminó. Una red de palabras, de cuerpos, de abrazos y broncas que se rehace con cada embate. Y cuando el gobierno de Javier Milei creyó que podía desmantelarlo a fuerza de decretos, recortes y discursos televisados, lo que hizo fue otra cosa: activar un nuevo ciclo de reorganización.

Diez años después del primer Ni Una Menos, aquel grito que nació contra los femicidios y que llenó las plazas de hijas, madres, travas y abuelas, el movimiento no sólo sigue vivo: se vuelve más lúcido, más transversal, más urgente. Aprendió a leer el contexto y a construir desde abajo. Por eso, lo que antes era pura indignación, hoy es acción organizada. Lo que en 2015 fue intuición colectiva, en 2025 es estrategia política.

La primera muestra de esta nueva etapa fue la decisión de mover la marcha del 3 al 4 de junio. No fue un error de calendario. Fue una elección consciente: confluir con jubilados, científicos, docentes, trabajadores de la salud, migrantes, familias con discapacidad. Marchar con ellos no por solidaridad filantrópica, sino porque las heridas son comunes. Porque el ajuste, la represión y el abandono no distinguen género, pero siempre pegan más fuerte donde hay feminización de la pobreza, cuidados no remunerados o cuerpos históricamente precarizados.

El 4J de 2025 no fue una marcha. Fue un manifiesto vivo. Un desfile de dignidades vulneradas que eligieron no callar. Se escucharon consignas nuevas —“Ni un derecho menos”, “No es ajuste, es abandono”, “Unámonos contra la crueldad”— que mostraron cómo el feminismo dejó de ser visto como “un sector” para convertirse en algo más profundo: un lenguaje común para pensar la injusticia. Una forma de politización popular que ya no necesita traducción.

Mientras en los medios oficiales se repite que “el feminismo adoctrina”, las organizaciones siguen documentando, capacitando, acompañando. ELA, ACIJ, Amnistía, Fundar: nombres que no suelen estar en los titulares, pero que producen informes, estadísticas, herramientas. Que muestran lo que el Estado calla: que los femicidios no bajan, que las brechas salariales se profundizan, que la pobreza tiene rostro de mujer.

Y en las provincias, las redes se amplifican. La Campaña Nacional por el Derecho al Aborto, los colectivos de mujeres indígenas, las agrupaciones de diversidad sexual y las asambleas locales de Ni Una Menos no solo resisten: comparten saberes, denuncian abusos, tejen vínculos, organizan desde cada rincón del país lo que el gobierno intenta destruir desde el centro.

La escena cultural también se sumó. Escritoras, periodistas, músicas, cineastas feministas ocupan los márgenes, pero también algunos centros. Contrarrestan el relato oficial con otros relatos: los que narran la vida de verdad, no los números manipulados. Y lo hacen con la fuerza de quien sabe que una historia puede más que una estadística. Que una canción puede durar más que un decreto.

Y están las pibas. Esas que tenían quince en 2015 y marcharon por primera vez con miedo, con dudas, con rabia. Hoy tienen veinticinco. Lideran agrupaciones, arman campañas, enseñan lo que aprendieron en la calle. Y no están solas: caminan junto a las históricas, las que venían militando cuando la palabra “feminismo” todavía era mala palabra. Entre todas, con todo, han dejado claro que no van a ceder ni un centímetro. Que cada retroceso será respondido con más presencia, más ideas, más calle.

Porque resistir no es solo marchar. Es sobrevivir organizadamente. Es escribir, hablar, tejer, reír, cuidar. Es decir: no estamos dispuestas a que nos borren. Y si lo intentan, nos van a encontrar más juntas, más lúcidas y más decididas que nunca.

Un país sin mujeres, o el experimento de borrar derechos

Cuando Javier Milei asumió la presidencia a fines de 2023, no hizo falta esperar ni cien días para entender que su gobierno no venía a corregir, sino a arrasar. Ya durante la campaña había dejado claro que el feminismo, para él, era una enfermedad del siglo XXI, un virus de “ideología de género” que debía ser extirpado sin anestesia. Había prometido que eliminaría la Educación Sexual Integral porque —según sus propias palabras— “deforma la cabeza de la gente”. No se trataba de una frase al pasar: era el prólogo de un proyecto cultural más vasto y peligroso.

Lo primero que hizo fue simbólico y brutal: el 10 de diciembre, mientras asumía, disolvió el Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad. Lo transfirió, como quien vacía una caja y la esconde, al nuevo y fugaz Ministerio de Capital Humano. Luego, cuando ni eso resistió su lógica de demolición, repartió sus funciones entre la Secretaría de Derechos Humanos y el Ministerio de Justicia, reduciendo el rango, desfigurando el sentido, enterrando toda posibilidad de acción con perspectiva de género. El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, la Casa Rosada celebró la “hazaña” con un video oficial: se vanagloriaron de haber cerrado el ministerio creado en 2020 y de haber “eliminado todas las áreas de género del Estado”. Usaron ese día para acusar a los gobiernos anteriores de haber “despilfarrado miles de millones” en políticas que hoy llaman “curro ideológico”. 

El gesto más obsceno llegó también cuando el Salón de las Mujeres de la Casa Rosada fue rebautizado como “Salón de los Próceres”. Quitaron los cuadros de Diana Sacayán, Juana Azurduy, Lohana Berkins, María Elena Walsh. Arrancaron los rostros de las paredes. Borraron con la fuerza del decreto lo que la historia había impreso con sangre, con lucha, con cuerpos reales. Y aunque creyeron que esa mutilación pasaría desapercibida, las calles se llenaron de inmediato. Porque los feminismos no olvidan. No se resignan. No retroceden.

Ni una palabra de femicidios. Ni una cifra verdadera. En lugar de eso, hablaron de “homicidios de mujeres”, fingiendo neutralidad semántica, como si quitarle nombre al crimen pudiera quitarle gravedad. Afirmaron que, gracias a su política de “el que las hace, las paga”, los casos habían bajado un 20%. La realidad —esa molesta insistencia de los datos— lo desmintió con crudeza: 255 femicidios en 2024, uno más que el año anterior, según MuMaLá. Porque la violencia no se combate con slogans, ni se resuelve con marketing libertario.

Pero la ofensiva no quedó ahí. Desde sus primeras semanas, Milei y sus funcionarios desplegaron una retórica sistemática contra el feminismo, al que acusan de “adoctrinamiento ideológico”, y al movimiento Ni Una Menos, al que no dudan en señalar como enemigo del orden social. Prohibieron por decreto el uso del lenguaje inclusivo en la administración pública, extendiendo la censura no solo a las letras —la “e”, la “x”, la “@”— sino también a toda referencia institucional a la perspectiva de género.

En materia de derechos reproductivos, la ofensiva es aún más explícita. Milei ha calificado públicamente el aborto legal como “asesinato en el vientre de las madres”. En una cumbre empresarial, rodeado de hombres que aplauden sin saber de qué hablan, dijo que “se les fue la mano atacando a la familia, a las dos vidas”. Su obsesión con la baja de la natalidad se combina con un desprecio absoluto por la autonomía de las personas gestantes. No derogó la Ley de IVE, pero le cortó las piernas: suspendió la compra estatal de misoprostol, transfirió la carga a las provincias y dejó que los vacíos presupuestarios se convirtieran en barreras reales. Hacer cumplir la ley se volvió, otra vez, una odisea para las que menos tienen.

Este no es un gobierno conservador. Es un gobierno que practica el borramiento. No discute ideas: impone el silencio. No debate cifras: recorta los programas. No construye futuro: destruye derechos. Y lo hace con el aplauso de quienes creen que la libertad consiste en pagar todo de su bolsillo, en parir sin red, en morir sin molestar.

Pero las mujeres están volviendo. Las jóvenes que tenían quince en 2015 hoy tienen veinticinco, y aprendieron que el feminismo no es una moda: es un modo de vivir, de resistir, de defenderse. Porque lo que el poder llama “ideología” no es más que una forma de nombrar lo que les incomoda: la igualdad. El deseo. La dignidad. La decisión de no callarse nunca más.

Cúneo Libarona indicó que "la violencia no tiene género", ya que "afecta a todos por igual", y destacó que el Poder Ejecutivo promueve "el valor de la familia".
Cúneo Libarona indicó que "la violencia no tiene género", ya que "afecta a todos por igual", y destacó que el Poder Ejecutivo promueve "el valor de la familia".

Desmantelar para dominar

No fue un error, ni una improvisación, ni siquiera una torpeza ideológica. Fue un plan. Meticuloso, premeditado. Apenas llegado al poder, el gobierno de La Libertad Avanza se propuso hacer lo que venía prometiendo: desmontar, degradar, desarmar. Y no lo hizo en nombre de la austeridad, sino de algo más profundo: la voluntad de borrar toda institucionalidad construida para cuidar a quienes estorban en su modelo de país. Mujeres, pobres, disidencias, víctimas. Todas las que no caben en su ecuación de eficiencia.

La disolución del Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad no fue solo un gesto simbólico. Fue el inicio de una caída en dominó. Se eliminó la Subsecretaría de Protección contra la Violencia de Género. Se desarmaron equipos. Se apagaron teléfonos. La Línea 144 —único canal gratuito para atender a mujeres en situación de violencia— fue degradada, vaciada, desmembrada, perdiendo más del 60% de su presupuesto. El Programa Acompañar, que garantizaba una ayuda mínima para escapar de una casa violenta, fue desfinanciado en un 90%. Y mientras en la Casa Rosada se festeja “el fin del curro”, en los barrios se multiplican los nombres que nadie pronuncia en los partes oficiales: mujeres asesinadas, abandonadas, ignoradas. El gasto estatal destinado a reducir desigualdades de género cayó un 33% en los primeros meses de 2024. Más que la caída del presupuesto general. Más que la inflación. Más que cualquier otra área. Porque el recorte no fue económico: fue político.

El ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, anunció con orgullo por redes sociales que eliminaba “13 programas ideológicos”. Entre ellos, estaban los únicos dispositivos del Estado pensados para actuar rápido ante un intento de femicidio, para asistir a una mujer que corre por su vida, para tender una red donde el barrio no llega. Se cerraron las Escuelas Populares “Macachas y Remedios, los centros de protección territorial, la Red de Promotoras. El mensaje fue claro: no hay lugar para vos. Ni en las calles ni en el presupuesto.

Algunos programas —los menos visibles, los menos molestos— sobrevivieron con aumentos mínimos. La Ley Brisa, por ejemplo, recibió un ajuste simbólico. Pero en conjunto, la inversión real en políticas de género cayó un 86%. Muchos refugios hoy funcionan a medias, con voluntarias agotadas y sin insumos. O directamente cerraron. Las redes de apoyo están al borde del colapso financiero. Y las mujeres que piden ayuda encuentran lo mismo que antes de 2015: silencio, puertas cerradas, burocracia, miedo.

Desde afuera, el mundo observa con espanto. ONU Mujeres ya alertó sobre el “debilitamiento sin precedentes” de la institucionalidad de género en Argentina. Amnistía Internacional fue más lejos: dijo que nuestro país se convirtió en un “laboratorio de prueba” para el desmantelamiento de las políticas de igualdad. Un ensayo general de lo que sueñan imponer las nuevas derechas en todo el continente.

Pero acá no estamos en laboratorio. Acá hay vidas en juego. Y cada política que se desmantela deja una casa más peligrosa, una plaza más inhóspita, una niña más expuesta. Porque cuando el Estado se borra, la violencia no desaparece: se multiplica. Y lo hace en la piel, en la sangre, en la biografía de quienes ya no tienen a quién llamar. Ni adónde ir.

Retrocesos en ESI y acceso a los derechos reproductivos

Siempre es lo mismo: cuando un gobierno quiere disciplinar, empieza por los cuerpos. Y para eso, primero silencia las palabras. La ofensiva contra la Educación Sexual Integral no fue un desliz ideológico, fue una advertencia. Durante la campaña, Milei y Villarruel lo anunciaron con sonrisa torcida y promesas de bisturí: eliminar la ESI porque “adoctrina”, porque “instala la ideología de género”, porque pone en crisis el orden patriarcal que este gobierno idolatra como si fuera el único natural.

Ya en funciones, cumplieron. El Presupuesto 2025 eliminó por completo la partida destinada a la ESI. No se trató de un ajuste: fue una amputación. En 2024, el programa ya había sufrido un recorte del 68%, con despidos masivos de los equipos técnicos y la cancelación silenciosa de materiales. Lo que quedó fue un cascarón vacío: miles de escuelas sin herramientas para hablar del deseo, de los límites, del consentimiento, del cuerpo propio.

Pero la ESI no solo fue desfinanciada. Fue reescrita con tinta censora. En enero de 2025, el Ministerio de Educación —ahora absorbido por Capital Humano— anunció la “actualización” de los contenidos en el portal Educar.ar. La excusa fue la “adecuación a la normativa vigente”. La realidad: borraron todo lo que oliera a diversidad, a feminismo, a lenguaje inclusivo, a pensamiento crítico. Materiales con la letra “e”, referencias a la identidad de género, videos sobre vínculos saludables, todo fue retirado del acceso público. La Ciudad de Buenos Aires, siempre alineada, congeló también sus contenidos. Detrás de ese apagón pedagógico, late una lógica más cruel: si no hablás de algo, ese algo no existe. Y si no existe, nadie tiene que hacerse cargo.

En paralelo, los derechos reproductivos también fueron erosionados con precisión quirúrgica. La Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, sancionada en 2020 tras décadas de lucha, no fue derogada, pero se convirtió en una letra muerta para miles de mujeres que ya no pueden acceder al misoprostol. Desde 2024, el Estado nacional dejó de distribuir los medicamentos esenciales para los abortos legales. Más de 166.000 tratamientos se habían garantizado en 2023; en 2024, la cifra fue cero. Cero. Las provincias quedaron solas. Algunas, como Mendoza, se hicieron cargo con recursos propios. Otras, las más pobres o las más conservadoras, simplemente dejaron de garantizar el derecho. Las mujeres tuvieron que volver a comprar la pastilla por su cuenta. En farmacias. A 160 dólares el tratamiento.

El Plan de los Mil Días, creado para acompañar la maternidad vulnerable, también fue recortado. Las demoras en la entrega de insumos, las bajas en los programas, los presupuestos congelados dibujan una escena que el gobierno no se atreve a nombrar, pero que se repite en consultorios colapsados, en centros de salud sin insumos, en mujeres solas que deben elegir entre comer o comprar una pastilla para no parir.

La estrategia es clara: desgastar hasta quebrar. No hace falta derogar una ley si se puede vaciar por dentro. No hace falta prohibir si se puede hacer inaccesible. En eso, el gobierno argentino se convirtió en un “caso testigo” para la derecha global. Así lo advirtió Amnistía Internacional: Argentina es hoy un laboratorio de retroceso, una prueba piloto de lo que puede pasar cuando se combina represión presupuestaria con fundamentalismo moral.

A cinco años de la legalización del aborto, los beneficios son indiscutibles: las muertes por abortos inseguros bajaron un 53%. Pero el riesgo de volver atrás es real. En marzo de 2025, los grupos “pro-vida” salieron otra vez a las calles, envalentonados por el discurso oficial que habla de “asesinatos en el vientre” con total impunidad. El movimiento feminista, sin embargo, respondió como lo ha hecho siempre: con organización, con pañuelos verdes, con redes de contención y con la memoria encendida.

Este 3 de junio, las calles hablaron. La presencia masiva de cuerpos diversos, de madres, de enfermeras, de pibas de 15 y de militantes de 60, fue una advertencia. Un aviso. Un reclamo. Pero también una certeza: aunque vacíen los programas, aunque recorten los fondos, aunque silencien los nombres, el derecho a decidir no se entrega. Se defiende. Y si es necesario, se vuelve a conquistar.

La guerra por el sentido: redes, medios y la batalla por nombrar

No se puede gobernar sin relato. Eso lo sabe cualquier presidente, pero Javier Milei lo entendió como un dogma. Por eso su guerra no empezó con un decreto, sino con un tuit. Y después vinieron los videos, los hashtags, las cadenas por YouTube, los likes, los insultos, los recortes que no se explican pero se celebran con música épica y frases de cartón piedra. Porque en esta Argentina gobernada por la viralidad, la política se hace en 280 caracteres, y la violencia no necesita balas: le basta con palabras bien apuntadas.

El 8 de marzo de 2025, mientras en todo el mundo se conmemoraba el Día Internacional de la Mujer, la Casa Rosada publicó un video. No conmemoraba nada. Celebraba. No a las mujeres, sino el cierre del Ministerio que había sido creado para protegerlas. Fue propaganda pura: edición rápida, voz en off, y una lista de “logros” donde se mezclaban el fin del “gasto ideológico” con la idea —falsa, desmentida, pero efectiva— de que ahora sí se estaba “cuidando a las mujeres”. No hubo cifras. No hubo datos. Solo un relato: el feminismo es un curro, la ESI es adoctrinamiento, y el Estado no tiene por qué gastar en igualdad.

Ese video no cayó del cielo. Forma parte de una estrategia discursiva clara, donde Milei, Villarruel y su vocero Adorni —influencer devenido funcionario— utilizan las redes sociales como trincheras. Ahí no se explica: se acusa. No se argumenta: se etiqueta. Feminismo = woke. Igualdad = privilegio. Aborto = asesinato. Lo demás es irrelevante. Y si alguien responde con datos, se lo acalla con memes, insultos o simplemente se lo ignora. Porque el algoritmo premia la indignación, no la evidencia.

En los medios tradicionales, la escena es ambigua. Hay periodistas que siguen denunciando la violencia machista con rigor, y redacciones que aún conservan secciones de género. Pero también hay panelistas que repiten, sin rubor, que la ESI sexualiza a los niños, que el Ministerio de Mujeres era un gasto innecesario, que las feministas quieren privilegios. Lo dicen sin pruebas. Lo dicen en prime time. Lo dicen porque pueden.

En redes, la cosa va más rápido. Ahí la derecha tiene su tropa: militancia digital entrenada, hashtags virales (#IdeologíaDeGénero, #Woke, #NiUnaMenosMiente), escraches a activistas y campañas de desprestigio que operan como pequeñas dosis de veneno cotidiano. Lo curioso es que todo esto se hace en nombre de la libertad. De esa libertad que, cuando se aplica al género, quiere decir que cada quien puede decir lo que quiera... salvo que sea feminista, pobre, migrante o trava.

Pero las redes, que pueden ser cloaca, también son nido. Y en esa contradicción habita el movimiento feminista, que desde el inicio supo que lo digital no era solo una herramienta: era un campo de batalla. No hay Ni Una Menos sin Twitter, no hay pañuelo verde sin hashtags. Las redes fueron —y siguen siendo— el espacio donde se organizan, se difunden, se responden las operaciones del poder. Cuando Milei miente sobre los femicidios, Mumalá y el Observatorio Ahora Que Sí Nos Ven lo desmienten en tiempo real. Cuando habla de “asesinatos en el vientre”, cientos de periodistas, médicas y militantes lo enfrentan con ironía, con furia, con ciencia. La viralización también puede ser resistencia.

En esta lucha simbólica, los medios feministas autogestivos han sido columna vertebral. LATFEM, Presentes, Revista Amphibia, Economía Femini(s)ta, Chequeado, Agenda Feminista: nombres que no están en los canales de aire, pero que documentan cada recorte, cada mentira, cada atropello. Sus coberturas van más allá del impacto inmediato. Le ponen contexto al escándalo, cifras a la bronca, memoria al presente.

No es menor que en la misma semana que Milei negó la brecha salarial, una mujer ganara el Premio Nobel por estudiarla. O que se cerrara el programa Registradas mientras 34 mil trabajadoras de casas particulares quedaban a la deriva. El feminismo no necesita exagerar: basta con contar la verdad.

En 2025, como en 2015, el sentido está en disputa. Las palabras valen. Nombrar no es un acto neutro. Por eso, cuando el gobierno quiere borrar “femicidio” para decir “homicidio de mujer”, no está eligiendo sinónimos: está destruyendo categorías. Y cuando en las calles resuena “Ni un derecho menos” o “El feminismo es libertad”, lo que se está diciendo es otra cosa: que no se puede resignificar la palabra libertad desde la crueldad, que no hay igualdad posible sin justicia, y que el relato del poder no es el único que puede escribirse.

Hoy la batalla también es mediática. Y en esa batalla, el feminismo argentino lleva diez años de experiencia: sabe comunicar, sabe articular, sabe resistir. Y sobre todo, sabe que la lucha por el sentido es tan crucial como la lucha por la vida. Porque, en el fondo, se trata de eso: de que cada vez que digamos ni una menos, no sea una frase más, sino un compromiso vivo. Una trinchera de palabras que todavía puede salvarnos.