Los episodios de violencia armada en escuelas conmueven profundamente. No sólo pueden afectar a las víctimas directas expuestas: también a los testigos y primeros respondientes en el lugar. Alteran la vida cotidiana de la institución, de las propias familias, de los pares y, en muchos casos, dejan una huella en quien perpetra la amenaza violenta.

Una de las mayores dificultades radica en que la amenaza surge de manera súbita, muchas veces de alguien cercano: un compañero, un alumno, un amigo, que también es hijo. Esa familiaridad afectiva vuelve aún más compleja la comprensión y la reacción frente a este tipo de evento.

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Se trata de situaciones críticas, con riesgo vital en curso, y que se desarrollan de manera dinámica, cambiante y altamente incierta. Para los equipos de primera respuesta, la presencia de menores de edad en la escena implica un desafío operativo adicional. La categorización de estos hechos exige un abordaje interdisciplinario de seguridad y salud especializados, coordinado y específico.

Recientemente, en Mendoza, una adolescente llevó un arma de fuego a su escuela y disparó al aire en tres oportunidades.
Recientemente, en Mendoza, una adolescente llevó un arma de fuego a su escuela y disparó al aire en tres oportunidades.

La opinión pública suele debatirse entre el estupor, la indignación, la culpabilización y la búsqueda de explicaciones. La ambivalencia es inevitable porque, a diferencia de otros incidentes, no existe un perfil único y predictor del “tirador activo”. Sin embargo, los datos muestran una tendencia preocupante: desde el año 2000, los ataques de este tipo en Estados Unidos se han incrementado sostenidamente, y entre 2007 y 2013 aumentaron un 150% (FBI, Active Shooter Study). En Argentina, si bien los casos son mucho menos frecuentes, el impacto mediático y emocional los convierte en fenómenos difíciles de olvidar, con la preocupación de que las redes sociales y el acceso a la información inmediata genere conductas de copia e imitación disfuncional y riesgosa de los conflictos.

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Ahora bien, eventos que involucran personas atrincheradas y armadas se ha elevado en los últimos años, y no siempre se trata de adultos emocionalmente perturbados o con crisis de salud mental. Al hablar de señales de alarma se requiere comprender que los factores individuales no operan de manera aislada, sino en interacción con contextos cercanos o remotos vulnerabilizantes. Entre ellos se encuentran condiciones de salud mental, crisis personales, procesos depresivos y/o traumáticos, la búsqueda de sentido o una apertura cognitiva a discursos extremistas. Rasgos como la impulsividad, el pensamiento dicotómico (blanco o negro), la baja tolerancia a la frustración y la alta incertidumbre personal pueden sumar riesgo, al igual que variables demográficas como la edad y el género.

Investigadores como Meloy y Langman señalan signos de alarma frecuentes:

●     Filtración o aviso previo en redes sociales o en su entorno.

●     Aislamiento progresivo o desconexión de los vínculos.

●     Ensayo o planeamiento de cómo conducir la violencia.

●     Sentimientos de venganza, envidia, o rechazo social.

●     Expresiones de ira persistente o pensamientos paranoides.

●     Idealización de la violencia y obsesión con armas o videojuegos.

●     Narrativas sobre virilidad y poder, donde la violencia se percibe como vía de prestigio o reconocimiento.

También, la licenciada señala que existen factores de riesgo acumulativos: historial de abuso, parentalidad disfuncional, conductas de crueldad hacia animales, conductas incendiarias, rasgos narcisistas o falta de empatía. En la adolescencia, la sensación de fracaso reiterado (académico, social o afectivo), sumada a un sentimiento de no pertenencia y a la pérdida de comunidad, puede escalar hacia la desesperanza y aumentar el riesgo de conductas extremas contra sí mismos y/o terceros.

Es fundamental subrayar que no todos los tiradores activos presentan trastornos mentales, y que tampoco existe un único perfil. Más que etiquetar, el desafío social está en detectar vulnerabilidades, cambios bruscos de conducta, concientizar en que las amenazas deben considerarse ciertas y solicitar la ayuda necesaria para que se activen los protocolos pertinentes, fortalecer los lazos comunitarios y de enlace que colaboren en generar sistemas de alerta temprana que reduzcan la posibilidad de que un adolescente transforme el dolor que padece en violencia colectiva.