En la calle hay angustia, hambre, changas. Pero en TikTok, la moda está viva. Más viva que nunca. Mientras la canasta básica se vuelve inalcanzable y las marcas tradicionales caen como piezas de dominó, en las redes sociales florecen las estéticas virales: old money, clean girl, vintage noventoso. Y lo más desconcertante es que todas estas estéticas no nacen de la abundancia, sino de la carencia.

¿Qué significa vestirse cuando vivís en el borde de la precariedad laboral? ¿Por qué en un país que pierde industrias, gana filtros beige y closets combinados? La respuesta no está en los shoppings, está en las ferias de plaza, en el blazer heredado del abuelo, en el jean remendado, en el guiño irónico del pibe que sube un video vestido de “old money conurbano” mientras espera el 160 con la SUBE vacía.

La moda en la Argentina de 2025 es simulacro y es escudo. Mientras el INDEC informa que la población ronda los 47 millones y que la desocupación formal es del 6,4%, la economía real está marcada por la precariedad laboral, el trueque informal y el rebusque diario. El consumo se achica, pero la imaginación estética se expande. La ropa se convierte en lenguaje para sobrevivir simbólicamente al empobrecimiento material. Vestirse bien es, en muchos casos, lo único que queda.

Moda y recesión: cuando comprar ropa se volvió un lujo y resistir, un hábito

La recesión no solo golpea la mesa: también el placard. En un país donde los precios de la ropa crecen más rápido que los sueldos y donde vestirse bien se volvió un gesto de clase, la indumentaria pasó de necesidad a privilegio. Las pymes textiles lo saben: en 2023, las ventas minoristas cayeron un 5,3% incluso con promociones agresivas. En diciembre –ese mes donde todo se envuelve para regalo– el sector bajó 4,4% interanual. “La gente se llevó un solo regalo”, dicen los comerciantes. Uno. Uno solo. A veces simbólico. A veces triste.

Las cuotas ya no entusiasman, las rebajas no alcanzan, y la ropa nueva se volvió artículo de ocasión. La calle responde: proliferan manteros, ferias americanas, ventas informales. Volver a la feria no es moda vintage: es reflejo de un modelo que expulsa.

No es nuevo. Desde la caída de 2018, la economía dejó de dar tregua. Recesión, pandemia, estanflación. La idea de estrenar cada temporada quedó archivada. Ganaron terreno el remiendo, el trueque, la segunda mano. El teletrabajo y la vida puertas adentro empujaron una nueva estética de la austeridad. El consumo per cápita de ropa bajó, la industria nacional se achicó y las marcas extranjeras, como mancha de aceite, ocuparon el vacío.

Entre 2023 y 2025, la ropa aumentó un 92%, menos que la inflación general (136%). No por generosidad empresarial: porque el consumo colapsó. Porque nadie puede pagar lo que cuesta una remera. Porque Zara es un lujo. Porque el lujo, en Argentina, ya no se mide por el precio sino por la posibilidad de comprar.

Y mientras tanto, se desmantela el textil nacional. En 2025, dos de cada tres prendas que se venden son importadas. Marcas históricas bajan la persiana. Los percheros del país ya no visten a su gente. Y sin embargo, hay cuerpos que insisten. Hay ferias que resisten. Hay costuras que dicen más que cualquier consigna. Porque vestirse, en tiempos como estos, es política.

Historia: cuando la moda refleja crisis y épocas de bonanza

No es la primera vez —ni será la última— que la moda en Argentina y América Latina baila al ritmo errático de la economía. Cada crisis, cada bonanza, deja marcas no solo en la memoria colectiva, sino en la ropa que usamos. La historia del vestir es también una historia del país: basta mirar el largo de una falda, el grosor de una tela, la caída de un saco para leer lo que los informes del FMI prefieren callar.

Tras el estallido de 2001, mientras todo se derrumbaba, algo floreció: la creatividad. La imposibilidad de importar insumos empujó a una generación de diseñadores a mirar hacia adentro. No por elección estética, sino por urgencia económica. Sin dólares, sin recursos, con tijeras en mano y deseo de no desaparecer, surgieron marcas independientes que apostaron al diseño de autor. Buenos Aires se convirtió, por un rato, en el shopping de Sudamérica. Los turistas llegaban con valijas vacías y se iban vestidos de pies a cabeza por una fracción de lo que costaba una remera en Miami. La moda, entonces, fue exportación, fue rebote, fue milagro textil inesperado. Entre 2002 y 2008, las exportaciones de indumentaria se triplicaron. Sarkany, Wanama, Jazmín Chebar crecieron a fuerza de crisis. Y como dijo un empresario textil de esos años: “Argentina tuvo su mayor crecimiento de moda cuando ya no quedaba nada”.

Pero no siempre la respuesta fue exuberante. En los ochenta, entre hiperinflación, deuda y desesperanza, la moda se dividía. Por un lado, jóvenes que abrazaban lo dark, lo punk, lo reciclado. Ropa rota, negra, desafiante: la estética del no futuro. Por otro lado, una clase media que se aferraba a los trajes sobrios, a las faldas largas, a la ilusión de orden en medio del desmadre. La ropa fue trinchera y fue blindaje. La apariencia como estrategia frente al derrumbe.

Y al mismo tiempo, la cultura visual ofrecía su propia anestesia dulce. A comienzos de los años 80, justo cuando la democracia en Argentina todavía no había nacido y el país respiraba miedo y represión, desembarcó Frutillita. Traía consigo un universo de colores pastel, jardines, frutas, amigas adorables y cero conflictos. Mientras las desapariciones seguían marcando la vida cotidiana de miles de familias, Frutillita ofrecía una cápsula de inocencia. Vestidos con volados, delantales limpios, trencitas prolijas. La niñez como espacio sin grietas. La feminidad como sumisión tierna.

No fue casual. La moda, incluso la infantil, es un discurso. Y en tiempos de trauma colectivo, se vuelve una tecnología de control. Frutillita no sólo vendía remeras, mochilas o cuadernos: vendía una forma de ser niña. Una forma de obedecer. De sonreír sin preguntar. De habitar el mundo sin ruido. Era la continuación de Sarah Kay, ese modelo de dulzura pasiva, blanquita, idealizada, que encajaba perfecto con los valores del régimen. Porque la moda no solo habla de crisis económicas: también construye roles, deseos, géneros. Lo que se lleva no es sólo lo que se pone: es lo que se impone.

Más tarde, en los noventa neoliberales, con las capitales latinoamericanas inundadas de marcas extranjeras, la logomanía se volvió aspiracional. Mostrar un Levi’s, un Tommy, un Adidas era portar ciudadanía global. Un sueño importado. Hasta que otra vez la economía se quebró, y con ella el decorado. La moda tuvo que replegarse a lo básico. Otra vez, la escasez obligó a inventar.

Y ahí está la clave: en esta región, la moda es testimonio. En la bonanza, se vuelve pasarela de excesos. En la penuria, reinventa el cuerpo como trinchera. Pero siempre habla. Siempre dice algo. Incluso cuando no lo queremos escuchar

Psicología y sociedad: cuando la ropa es consuelo, trinchera y catarsis

En la Argentina del ajuste eterno, vestirse también es una forma de sostenerse. Porque cuando todo tiembla —el sueldo, el alquiler, los planes a futuro—, la ropa no es sólo tela: es refugio emocional. En épocas donde la prosperidad se esfuma como espejismo de supermercado, la moda empieza a jugar en otra liga: la de lo simbólico, lo íntimo, lo psicológico.

Hay quienes le llaman lipstick effect: cuando no podés cambiar el auto, ni viajar, ni invitar a cenar, tal vez igual te comprás un labial rojo o un par de aros baratos. Un gesto mínimo, pero potente. Un lujo pequeño que se permite en medio del derrumbe. En 2023, mientras caían las ventas de indumentaria cara, crecían las de cosméticos básicos y accesorios accesibles. Como si la angustia económica se combatiera con color, con brillo, con un poco de alegría maquillada. No es vanidad: es resistencia emocional.

También pasa al revés. La ropa puede ser armadura cuando no queda nada más. En los barrios populares, en las colas del comedor, en las entrevistas de trabajo que no llegan, se ven camisas planchadas, pantalones prolijos, zapatillas limpias. No por moda, sino por dignidad. Porque “estar presentable” es una forma de no rendirse. Porque, aunque todo se caiga, lavarse el mejor pantalón y salir a la calle con la frente en alto es un acto político. Una defensa contra el estigma, contra la mirada que asocia pobreza con descuido. Contra la crueldad de clase que siempre quiere nombrar al otro como “feo, sucio y desarreglado”.

Pero no todo es sobriedad. También hay quien responde a la crisis con estallido creativo. Se visten con colores flúor, combinaciones imposibles, lentejuelas de día. Lo llaman dopamine dressing: la moda como descarga emocional, como explosión de vida frente a la tristeza colectiva. Son estrategias psíquicas opuestas a un mismo dolor: mientras algunos se aferran a lo neutro para no pensar, otros se visten como carnaval para no sentir la asfixia.

Y entonces llega la nostalgia. Ese anhelo de lo que no se vivió. Jóvenes que rescatan los cassettes de sus padres, que usan mom jeans, que visten los 90 y los 2000 como si hubieran estado ahí. No es sólo moda retro: es memoria afectiva construida a la fuerza. Un intento de regresar a “tiempos más simples”, aunque sean una ficción. Porque el presente no promete nada, y el futuro da miedo. Entonces el pasado —o su versión estetizada— se convierte en abrigo.

La ropa, en tiempos de crisis, es espejo del alma colectiva. Dice lo que la política calla. Habla del duelo por la prosperidad perdida, del deseo de seguir gustando, de la necesidad de no desaparecer. Vestirse bien cuando todo duele no es banalidad: es una forma de seguir de pie.

Del ‘old money’ al ‘clean look’ pasando por la nostalgia: estéticas virales en la precariedad

Old money, clean look, no son tendencias nuevas ni inventadas en Sudamérica, pero acá, entre salarios devaluados y changas que no alcanzan, mutan en otra cosa. En TikTok se multiplican los videos de pibes que juegan a ser aristócratas con suéteres heredados del abuelo o se visten como en 1995 para recordar una infancia sin inflación. ¿Qué sentido tienen estas estéticas cuando no hay plata ni para comprar milanesa de soja?

En teoría, el old money aesthetic remite a herencias, mansiones, yates y tardes de polo. Pero en Argentina, donde la clase media baja juega al disfraz con la ropa de segunda mano, se vuelve otra cosa: fantasía y crítica al mismo tiempo. Un traje usado, un blazer prestado, una remera con cuello polo sacada de una feria americana: el lujo silencioso, pero actuado. La fórmula funciona porque ofrece algo más que estilo: ofrece estabilidad, clase, control. Es que en el fondo, esta estética no es sólo aspiracional: es también un gesto performativo. Reescribir el lujo desde la escasez. Probar que el estilo no depende del saldo bancario.

A su lado florece el clean look, esa obsesión por la prolijidad, el orden visual, el blanco inmaculado. Surgido en contextos de exceso (en las pasarelas de Manhattan), hoy es respuesta a la saturación. Camisa blanca, jean recto, zapatillas impolutas: la estética del control personal. Porque cuando el afuera es desorden, la ropa se vuelve intento de armonía.

El look limpio, sin estridencias, sin ruido, ofrece una especie de paz visual. Es austeridad con dignidad. Y también, en muchos casos, una búsqueda de profesionalismo en cuerpos precarizados: “quizás no tengo trabajo fijo, pero me visto como si lo tuviera”. Además, es una respuesta eco-consciente, aunque muchas veces sin discurso ecológico explícito. Se busca durar, combinar, no consumir por impulso. No hay fast fashion ni plástico flúo. Hay un retorno a lo esencial. A lo usable. A lo que no hace ruido. Y en el fondo, es una forma de negar el caos desde la estética.

Y después está la nostalgia. Esa moda de ponerse lo que usaban tus viejos. Chalecos de crochet, pantalones de tiro alto, buzos del colegio. Es la infancia estetizada, transformada en refugio. En TikTok llueven videos de “cómo me vestiría si fuera a un cumple en 1997” y a nadie le importa si en el ‘97 vos todavía no habías nacido. Porque esto no es historia: es emoción. Es el anhelo de un tiempo en el que las cosas parecían tener sentido. Donde había futuro.

La Generación Z no busca moda retro por capricho: busca consuelo. En una era donde todo es efímero y líquido, las estéticas del pasado ofrecen textura, peso, memoria. Usar la campera de tu viejo es también abrazar su historia. Usar la camiseta de Argentina ’86 no es solo fútbol: es una nostalgia prestada, un intento de habitar un país que alguna vez fue menos cruel.

También hay ironía: vestirse como muñeca de los 2000, con top diminuto y jeans tiro bajo, es a la vez homenaje y burla. Una forma de habitar el pasado desde el presente con conciencia crítica. Y lo vintage se volvió estético, sí, pero también social: la ropa usada dejó de ser estigma. Hoy una cartera de shopping convive con una camisa heredada. El lujo se mezcla con lo real. Y eso también es una revolución simbólica.

Estas estéticas no son solo tendencias importadas que se replican pasivamente. Acá, en el sur del sur, se resignifican con cada cuerpito que las habita desde la falta. El old money ya no habla de herencias, sino de parodia y deseo. El clean look no busca estatus, sino orden mental. La nostalgia no es kitsch, es abrigo. Todas son formas de construir identidad desde el derrumbe. Porque si no podemos cambiar la realidad, al menos nos vestimos para resistirla.

El lenguaje silencioso de la ropa: colores, texturas y símbolos en la Argentina rota

Estilo, pertenencia, deseo, miedo, memoria: todo eso se cuela en la paleta de colores, en el tipo de tela, en el corte de una camisa o en la nostalgia de un suéter gastado. Hoy mandan los tonos neutros. Blanco, beige, gris, azul marino. Una paleta apagada, como si la moda necesitara bajar el volumen del mundo. Ya no hay lugar para estridencias. Las lentejuelas quedaron atrás, junto con los delirios de un rebote pospandémico que no alcanzó para todos. Ahora, lo que prima es la sobriedad visual. El beige no solo combina con todo: también calma. El negro estiliza, pero además protege. El gris no mancha. Colores prácticos, psicológicos, defensivos. Serenidad en medio del temblor económico.

Lo mismo ocurre con las texturas, los tejidos nobles (tweed, lana, algodón grueso) no son solo símbolos de estatus: son recuerdos encarnados. Las telas lisas, planchadas, sin volados ni apliques, imponen disciplina. En la nostalgia doméstica, las texturas son puro afecto: franela a cuadros, denim rígido, encaje de cortina vieja. La ropa que te recuerda a alguien. La ropa que alguna vez te cuidó.

Pero no es solo la materia: también es el símbolo. El blazer cruzado –esa prenda eterna– se convierte en comodín de múltiples lenguajes. Puede ser preppy si lo llevás con mocasines y cara de Harvard; puede ser rebelde si lo combinás con un short ciclista y medias altas. En cualquier caso, marca presencia. O lo mismo con la camisa blanca: básica, limpia, contundente. En tiempos donde el empleo formal se derrumba, vestirse de oficina se vuelve casi un acto de fe. Cómo decir: “todavía creo en el futuro”.

Y después está el jean. No el jean elástico comprado en cuotas. El viejo, el de pierna recta y azul desvaído, ese que te queda grande, pero te queda bien. Usar ese jean es un statement: sobrevivió 30 años y va a sobrevivir otros 30 más. Es la ropa como testimonio de resistencia.

Moda circular: la reinvención estética desde el descarte

En las plazas, en los umbrales de casas bajas, en las estaciones del tren, cuelgan percheros improvisados. Sábanas viejas sirven de mesa de exposición. Pilas de ropa usada: jeans desteñidos, camisas planchadas con esmero, vestidos con olor a naftalina y dignidad. Lo que para algunos es basura, para otros es oportunidad. Y en esta Argentina en crisis, la moda encontró su refugio en la calle.

La moda circular ya no es una tendencia eco-friendly promovida por celebridades del hemisferio norte: es necesidad, urgencia, subsistencia. Como en los años duros del 2001, el trueque reaparece, pero ahora aggiornado con reels y vivos de Instagram. Jóvenes que antes vendían cursos de “manifestación de abundancia” ahora muestran cómo combinar una camisa de feria americana con un pantalón del ex. Influencers sin marca venden desde el garage.Se arma comunidad desde el vestuario ajeno.

Los parques se convirtieron en ferias de la desesperación. En los cordones urbanos se extienden mantas con ropa infantil, uniformes escolares, zapatillas gastadas pero limpias. Familias que no pueden pagar el alquiler venden lo que tienen: la campera del hijo, la pollera de la comunión. La moda se volvió moneda. Y al mismo tiempo, acto político. Vestirse sin comprar nuevo. Vestirse sin endeudarse.

Cobraron fuerza los showrooms autogestionados, las ferias de diseño independiente, los microemprendimientos textiles. No es solo reciclaje: es suprarreciclaje. Es el arte de resignificar lo descartado. De convertir la ruina en estilo. De bordar con hilo nuevo las heridas de una industria que se achica.

Porque sí: mientras este universo paralelo florece, la industria textil nacional se desangra. Cierre de talleres, despidos silenciosos, locales vacíos en shoppings que ya no brillan. En 2025, el 75% de la ropa que se vende en centros comerciales es importada. Pero la crisis no solo destruye: también despierta. Una estética emergente que no pasa por pasarelas, sino por el barro. Una ética del vestir desde lo común, lo colectivo, lo humano.

La moda circular argentina no es solo una salida económica. Es una estética de la sobrevivencia. Un nuevo lenguaje de clase. Una forma de cuidar el planeta y cuidarse entre vecinas. Y sobre todo, una declaración política: la belleza no está en la etiqueta, está en la historia que lleva cada prenda.

El filósofo Jean Baudrillard advertía que en la era posmoderna ya no hay una verdad detrás de la imagen: solo hay imágenes que se autorreproducen, signos que remiten a otros signos. Así, los perfiles de Instagram están llenos de vidas soñadas: gente sin ingresos estables que proyecta lujo silencioso; chicas sin tiempo ni espacio que posan con orden minimalista. No hay engaño: hay pacto. Todos sabemos que jugamos a ser lo que no podemos. Y aun así, seguimos jugando.

Pero este simulacro no es necesariamente una farsa. Puede ser crítica. Puede ser performance de clase invertida. Puede ser una sátira vestida de gala. Cuando alguien escribe “me visto old money pero ceno polenta” no está intentando pertenecer a la elite, sino subrayando con ironía que la pertenencia es imposible. Hay humor como trinchera. Hay risa como subversión. Sin embargo, el mensaje es real: “No soy rico, pero puedo jugar con sus símbolos”.

Pierre Bourdieu hablaría de habitus y de dominación simbólica: cómo las clases populares interiorizan los gustos de la elite como forma de validación. Pero también podría ver que hoy, esos gustos se caricaturizan.

El clean look tampoco escapa a la crítica. Se lo alaba por su simplicidad democrática, pero ¿cuántas personas pueden mantener el cabello perfecto, la camisa blanca impoluta, el rostro sin una ojera en contextos de hacinamiento y doble jornada laboral? El mercado responde con cremas, rutinas de skincare y cápsulas de ropa básica, vendiendo la idea de pureza como nueva forma de opresión. La precariedad minimalista también cuesta. También excluye.

En esta danza de apariencias, la distinción de clases se vuelve borrosa. Un influencer de barrio puede vestirse como el hijo de un CEO. Una hija de médicos puede posar con estética villera para ganar autenticidad. Las señales se cruzan. Se imitan. Se parodian. Pero la desigualdad permanece. Como diría Néstor García Canclini, somos “consumidores cosmopolitas con ciudadanía periférica”. Accedemos a símbolos globales, pero no a derechos globales.

Roland Barthes decía que la moda es un sistema de signos. Hoy, esos signos son decodificados por jóvenes entrenados en la mentira bella de las redes. Saben que todo es montaje. Pero también saben que pueden resignificar el montaje. No hay ingenuidad: hay astucia cultural.

En el fondo, lo que está en juego no es sólo cómo nos vestimos, sino cómo habitamos la incertidumbre. Cómo negociamos nuestro lugar en una sociedad que no nos promete nada. Cómo hacemos del vestirse una forma de protesta, de juego, de refugio, de arte. Como en un carnaval que no termina, la moda se convierte en performance política: un disfraz colectivo para sobrevivir al derrumbe sin perder la dignidad.

Y me gustaría terminar con esta frase: no me peguen, soy Giordano... que diga: “sólo soy una chica frívola del AMBA”.