Vigilar sin pruebas, detener sin juez: el nuevo orden normativo
Mientras el pueblo discute el precio del pan, el Gobierno legaliza la vigilancia masiva. El Decreto 383/2025, firmado por Javier Milei, Guillermo Francos y Patricia Bullrich, autoriza a la Policía Federal a hacer ciberpatrullajes, revisiones sin orden judicial y detenciones por “perfil sospechoso”. Se eliminan garantías constitucionales y se impone un modelo de control al estilo FBI. En plena crisis política, el derecho se usa para perseguir el malestar social antes de que estalle. Así nace el nuevo orden argentino: más vigilancia, menos libertad.
Por Melina Schweizer
En pleno torbellino político-mediático de si le pusieron o no el grillete a CFK, y en una escena geopolítica cada vez más convulsionada, el Gobierno publicó en el Boletín Oficial una resolución que podría marcar un antes y un después en los derechos y libertades en Argentina. Patricia Bullrich, al frente del Ministerio de Seguridad, autorizó a la Policía Federal a realizar ciberpatrullaje —es decir, monitoreo sistemático de redes sociales— sin orden judicial. También habilitó requisas preventivas y reordenó el escalafón interno de la fuerza, con cambios estructurales que buscan moldear a la PFA bajo la lógica operativa del FBI.
Todo esto ocurre en un contexto regional de militarización creciente, con fronteras discursivas cada vez más difusas entre protesta social, amenaza interna y crimen organizado. Mientras el foco público se dispersa entre la inflación, el dólar paralelo, los anuncios económicos y el desgaste institucional, este tipo de ordenamientos se filtran sin debate, pasan desapercibidos pero no son inocuos: configuran el marco legal para una nueva forma de vigilancia estatal, más sofisticada, menos visible, y profundamente regresiva.
Lejos de ser una simple reforma técnica, está avanzada normativa consolida un modelo de seguridad sin derechos, donde la tecnología no amplía libertades, sino que las acorrala. A continuación, el análisis crítico de un decreto que reconfigura el Estado desde el castigo y la sospecha, mientras gran parte de la sociedad mira hacia otro lado.
Lo que no dice el decreto (pero habilita)
Una de las maniobras más sofisticadas del Decreto 383/2025 no reside en lo que explicita, sino en todo lo que deja posible sin nombrarlo. A primera lectura, el texto no autoriza expresamente detenciones por publicaciones en redes sociales, inspecciones sin orden judicial durante movilizaciones, ni arrestos motivados por la vestimenta o el rostro de una persona. Sin embargo, la arquitectura legal que construye —y, sobre todo, el modelo discursivo que impulsa— abre el camino a esas prácticas por vías menos visibles y más difíciles de controlar.
El decreto configura un nuevo esquema institucional donde la Policía Federal se redefine en función de la “prevención de delitos complejos”, una noción lo suficientemente ambigua como para albergar desde investigaciones vinculadas al narcotráfico hasta intervenciones sobre la protesta social. En este contexto, la vigilancia digital ya no requiere estar prevista por ley, sino que puede implementarse mediante simples resoluciones administrativas del Ministerio de Seguridad, sin intervención parlamentaria ni judicial. Este desplazamiento del control legislativo es decisivo: lo que antes era una excepción —revisar redes sociales, interceptar comunicaciones, detener por conductas interpretadas como “sospechosas”— ahora puede volverse una práctica habitual, legitimada por un marco normativo impreciso y funcional al poder.
Algo similar sucede en el terreno de las manifestaciones. Aunque el texto no menciona explícitamente las protestas, le concede al Ministerio amplias atribuciones para reorganizar la estructura policial, reasignar personal y definir zonas estratégicas. Esto permite, de hecho, establecer áreas de excepción donde se refuerzan los controles, se suspenden garantías y se naturalizan procedimientos intrusivos. La revisión de mochilas, la inspección de cuerpos, la interrupción arbitraria de la libertad de circulación —todo puede justificarse en nombre de una seguridad “eficiente”.
El decreto, además, legitima el perfilamiento discriminatorio al redefinir el perfil del personal policial. La nueva Policía Federal ya no se concibe como una fuerza arraigada en el territorio ni conectada con las comunidades, sino como un cuerpo tecnocrático, profesionalizado en clave universitaria, entrenado en protocolos forenses y articulado con organismos judiciales. Lejos de democratizar la fuerza, esta transformación excluye a sectores históricamente representados en ella, refuerza jerarquías y consolida un esquema de vigilancia elitista. A esto se suma la flexibilización del retiro para oficiales superiores, lo que perpetúa lógicas internas con escasa renovación y posibles vínculos con estructuras de poder tradicionales.
El Decreto 383/2025 no tipifica ni legaliza de forma directa la represión selectiva ni las detenciones arbitrarias, pero sí establece las condiciones jurídicas, simbólicas y operativas para que puedan aplicarse con facilidad. Y cuando el Ejecutivo concentra el dominio sobre la norma, manipula la tecnología y explota el miedo social, lo verdaderamente peligroso no es solo lo que escribe, sino lo que permite sin decir.
Frente a esta realidad, el Gobierno decide restringir ingresos a la fuerza, reordenar recursos humanos y, al mismo tiempo, lanzar un ambicioso plan de modernización tecnológica. Menos agentes, más dispositivos; menos salario, más algoritmos. Una ecuación que revela la lógica profunda de esta política: gestionar la inseguridad desde el control, no desde la inclusión.
La creación de un Programa de Ingreso y Formación de Universitarios ya Graduados introduce una lógica meritocrática que rompe con el perfil histórico y social de la institución, excluyendo a los sectores populares que tradicionalmente la integraron. El modelo de referencia —el FBI— no es casual: se trata de una fuerza elitista, especializada en tecnologías de vigilancia y estrechamente vinculada a redes de inteligencia internacional. El resultado es un policía profesionalizado, no al servicio de una comunidad, sino de un esquema de control.
La centralidad otorgada a las tecnologías de la información, a los dispositivos forenses y a la articulación con el Ministerio Público Fiscal y el Poder Judicial reorienta la estructura hacia una lógica de vigilancia preventiva, basada en datos y sistemas automatizados, que relegan la dimensión social del delito. La eficiencia —convertida en ideología— ya no se mide en prevención ni en cuidado, sino en capacidad de archivar, categorizar y castigar con rapidez.
Este decreto no es un hecho aislado. Forma parte de una cadena de reformas que incluyen la nueva discusión sobre el Código Penal y la implementación del protocolo anti-piquete por parte del Ministerio de Seguridad. En conjunto, delinean un modelo estatal que renuncia a abordar las causas del conflicto social y delega su gestión en una fuerza policial con mayor autonomía, menor control democrático y un discurso legitimador que utiliza la noción de “crimen organizado” como justificación para criminalizar la protesta, la pobreza o la disidencia.
La incorporación de perfiles universitarios no busca fortalecer la institución desde una perspectiva plural, sino construir cuadros disciplinados, alineados con una racionalidad tecnocrática que asocia orden con castigo. En paralelo, se autoriza la prórroga en funciones de oficiales superiores, consolidando lógicas verticalistas que, lejos de renovar la fuerza, la anclan en estructuras autoritarias.
Bajo una retórica de modernización —con términos como “misión”, “rendimiento”, “transparencia”, “reingeniería”— se configura una transformación de fondo: la Policía Federal abandona su dimensión territorial para convertirse en una estructura hiper-profesionalizada, integrada al sistema judicial y centrada en la neutralización de “amenazas sistémicas”. Pero ¿qué considera este gobierno como una amenaza sistémica?. ¿Un cartel internacional o un sindicato docente?. ¿Una red de trata o una asamblea de vecinos en Constitución?.
La vaguedad deliberada con la que se manejan estos conceptos convierte al decreto en una herramienta jurídicamente riesgosa y políticamente regresiva. El derecho, al no precisar, habilita.
Desde una perspectiva simbólica, el decreto consagra un modelo donde el orden se impone sin justicia. En un contexto marcado por la inflación, el hambre y la exclusión digital, el Estado no elige invertir en salud, educación o políticas públicas, sino en estructuras de control. El mensaje es brutal y claro: el problema no es la pobreza, sino los pobres; la protesta no es un reclamo, es una amenaza. La violencia estructural que produce el ajuste no se atiende, se penaliza.
En nombre del derecho —sea procesal, penal o administrativo— se reorganiza el poder para excluir. La legalidad del decreto no disimula su sesgo punitivo ni su carácter regresivo. En esta Argentina fragmentada por la desigualdad, reformas como esta consolidan un modelo de seguridad sin ciudadanía, de vigilancia sin límites, de castigo como norma.
La historia enseña que cuando el Estado invierte sus energías en mirar, archivar y castigar más —y en comprender, acompañar y redistribuir menos—, no estamos ante una modernización, sino frente a un rearmado ideológico del control social. Esta vez, el disfraz es la eficiencia. Y la eficiencia, cuando no se mide en dignidad, es apenas otra forma del miedo.